(Reseña poética acerca de mi poemario "Poemas de mierda, sangre y leche", escrita por Pablo Adalid Moll tras asistir a la presentación el pasado veinticuatro de Septiembre del año trece en Madrid)
Es lento y minucioso el camino
que lleva a lo inmediato. En el desván de los pequeños gestos, si son
auténticos y valen, si vienen de lejos, de allí donde la fibra del ser amasa su
manso huracán, de allí donde nacen y mueren los acordes del amor, hay un rincón
acogedor para los corazones que saben vibrar, hay una dulce luz que nos ofrece
los brazos con los labios abiertos y nos brinda su regalo precioso. Para llegar
a él, y tomarlo, y gozarlo, y recibirlo, el alma se ha templado en las olas
tibias del dolor, de la soledad inflamada, de la palabra calada por su sudor de
siglos. Y entonces sobreviene el milagro, la melodía que nos envuelve con sus
hilos remotos, la pasión que acude e irradia desde su grito de lava. Eso es la
poesía, eso es el poeta, la voz del prodigio, el agua empapada de sal y
caricias, la danza perpetua y dulce del sexo tremendo y fácil, la raíz
enamorada y oscura.
El habita en la enramada brutal
del laberinto, afila sin cesar el calor azul de su mirada y nos ama con su
anárquico latido, liberándonos con su abrazo de luz, con su verso de sangre y
leche, allí, aquí, insumiso y tierno, agotado y pletórico, peregrino y rey, desesperado
de felicidad, y nos lleva de la mano por la senda de su abismo sin trampas,
para entonar juntos un maravillado aullido al sol. Avanzamos verso a verso,
reinventando el entusiasmo, meciéndonos en su metamorfosis sin fin, nombrando
lo invisible, traspasando con simple alegría la coraza labrada de su tristeza.
El encantador de serpientes y
metáforas nos diluye el silencio con su barba y su sonrisa, con el licor
espontáneo de su humor, con su gracia que se masturba, con su rebeldía densa y
cotidiana, con sus tesoros multicolores, sus gemas de mierda, su oro rumiante.
Una claridad contradictoria nos anima y sacude, nos graba en la piel su
estrella generosa y solitaria. Acordes de frío y miel, de nervio valiente y
devoto temblor, invaden sin violencia y conquistan con suavidad febril, nos
ganan, nos seducen, nos alivian, danzan en su torbellino cálido, iluminan con
su belleza de carne. Y así, de rodillas, pulsando la espuma en una orilla
infinita, asentimos a su revolución.
Lo vemos en el centro del
escenario, acudido, remoto y presente, desnudo como un símbolo, donando su
miseria brillante, siendo en el centro del círculo, trayendo la poesía en su
saco de máscaras, emborrachando la sala con su vino de espinas, obrando el
atardecer. Y nos enseña el secreto de su nudo de arterias, su locura de música
y versos, su canción fuerte y delicada, su verdad.
Andrés, el hombre, el poeta, el
cantor de los mundos de amor y palabra, el signo etílico de la madrugada muda y
creativa, el mensajero de no sé qué Olimpo, el surtidor de agua revuelta, el
efímero y eterno, el coleccionista pudoroso y genital, el jugador amante, el
visionario precoz, el hacedor de castillos de arena, el juglar filósofo, el
entrañado.
Pablo Adalid Moll |
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